El éxito de una empresa, escuela, universidad, unidad de gobierno, cámara o asociación profesional y sin duda, de un país, está determinado en gran parte por su imagen e identidad pública. Imagen es la forma en la cual es percibida la marca de una persona u organización, los rasgos que le caracterizan.
Desde el punto de vista personal, imagen es lo que nos distingue del resto de las demás personas en un colectivo determinado, cómo nos ven, qué juicios se forman de nosotros, cuánta credibilidad poseemos, qué tanta autoridad se nos otorga, cuánto aprecio tienen por nosotros. En la búsqueda de contar con una buena imagen, se requiere una fuerte dosis de integridad, definida como el estado en el que logramos ser personas rectas, probas, intachables. En lenguaje llano, es cumplir con las leyes, normas y acuerdos socialmente establecidos y que uno ha aceptado.
A pesar de que algunos medios de comunicación y los empresarios sensacionalistas de celebridades han deformado el concepto de imagen e integridad, distorsionando lo que es una buena «imagen», muchas organizaciones se han embarcado en una travesía para elevar sus valores y los de su gente.
Ninguno de nosotros es inmune a cometer un error o a mostrar un comportamiento inadecuado a los ojos de los censores sociales comúnmente establecidos en cualquier comunidad, pero somos responsables de cada decisión, de cada pensamiento, emoción y acción y de sus consecuencias.
Lo peor en esto de contar con una buena imagen e integridad es convertirse en predicadores sin práctica, ver la pajilla y obviar la viga en nuestro ojo, criticar a otro teniendo rabo de paja, como crudamente describe nuestra sabiduría popular. Tenemos la libertad de aceptar acuerdos o de rechazarlos, de comprometernos o de declinar, de posponer o revocar, de anticipar y evitar o de expresar perdón y compensar, y, sobre todo, de no pedir a otros lo que no estamos dispuestos a cumplir nosotros.
Fernando Sánchez-Arias
El Universal
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